LA SOCIEDAD moderna no suele reconocer los males que la agobian como los hijos de sangre de sus más caros principios. No estamos dispuestos a descubrir lo malo como un resultado no querido de lo que consideramos bueno. Es siempre más fácil pensar que los problemas vienen de otra parte, que la culpa es de otros, y que los que hacen mal no son como nosotros mismos, "los buenos". En ninguna otra parte esta forma de razonamiento popular ha surtido tan perversos efectos como en el sistema penitenciario.
Una de las razones que podría explicar el lamentable estado de las prisiones, en Panamá y alrededor del mundo, es el limbo en que cayó la administración de las penas con el advenimiento del Estado de bienestar, que en América Latina tuvo y tiene una expresión en las políticas asistencialistas dirigidas a grupos vulnerables. Cuando el Estado se siente propietario de la población, o, lo que es lo mismo, cuando la vida de sus habitantes constituye su principal patrimonio, es lógico que el Estado se comporte como "el protector" de la gente. Y es que históricamente la ideología tutelarista se nutrió de los mismos elementos que la del Estado autoritario.
Así, es fácil entender que se destinen algunos fondos -que nunca serán suficientes- para subsidiar la sobrevivencia de aquellos que no pueden hacerlo por sus propios recursos, como los niños abandonados, las familias pobres, los enfermos, la población anciana, los cuales sufren de una "condición social" que es ajena a su voluntad.
El éxito de estos programas jamás se ha medido contra resultados, pues si ello se hiciere, habría que llegar a la conclusión de que hay que cerrarlos por inefectivos. Éxito han tenido en la perpetuación de la burocracia que vive de ellos, pero como estos programas representan una utilidad muy marginal para los políticos y los tomadores de decisiones, las políticas asistencialistas sufren de discontinuidad y favoritismo, y son frecuentemente incumplidas al momento de organizar "racionalmente" el gasto público.
El asistencialismo ha quedado atrás con el advenimiento de los derechos sociales como componente esencial del respeto a los derechos humanos. Ya no se trata del derecho del Estado a proteger, sino del derecho que justamente le corresponde a cada persona. Así la nueva legislación social busca poner un límite a la discrecionalidad de las autoridades, e implementar procedimientos que den efectividad a los derechos reconocidos. Pero esto es aun un proceso en transición, no un territorio ganado sobre el cual se puede cantar victoria.
Así, el gasto que genera el sistema penitenciario no es considerado generalmente dentro de la política social del Estado. Pues se piensa que los que están en prisión han decidido voluntariamente atentar contra la vida, la integridad física, y los bienes de los ciudadanos, o contra el orden público, las instituciones y las autoridades del Estado. Para ellos no hay política social. Allí no hay nada que proteger, sino castigar. Sigue prevaleciendo pues la mentalidad retributiva de la pena.
Y es que uno de los fundamentos más generalizados del sistema penal es la necesidad de inferir un castigo al agresor, un castigo que sea equivalente al monto del daño ocasionado a la víctima y a la sociedad. Esto se sigue sosteniendo hoy por agentes públicos y particulares. No he visto aquí distingo de clases sociales. En El Chorrillo o en Paitilla, hay gente que parece ser partidaria de que los que están en la cárcel están pagando por lo que hicieron. En ese contexto es lógico que el sistema penitenciario quede abandonado a su suerte y que no se priorice la corrección de sus múltiples desviaciones.
La legislación que reglamentaba el sistema penitenciario antes de que se aprobara la Ley 55 del 2003, que aun no entra en vigencia en forma plena, era la Ley 87 de 1941, es decir, una normativa anterior a la Declaración Universal de Derechos Humanos. No es de extrañar entonces que, como cuerpo normativo, haya sido indiferente a las violaciones más básicas de los derechos humanos y que como consecuencia en esos ámbitos se hayan generado las más despreciables formas de sometimiento y abyección que se dan en nuestra sociedad.
La atención que le dio la Defensoría del Pueblo, como vanguardia moral de la nación, la relevancia social que generaron las informaciones publicadas en los medios, el eco que encontró en el activismo de organizaciones no gubernamentales, sirvieron como resortes para la aprobación de una legislación moderna que aun aguarda su plena implementación. Pero falta un elemento muy importante para erradicar la violencia, el abuso, la corrupción y el delito del sistema carcelario. Nos falta una cultura de "derechos".
Tenemos que recuperar a una teoría olvidada del siglo XIX sobre el fundamento de la pena. Contra Feuerbach (padre del otro más conocido por los marxistas), autor del Código Penal de Bavaria de 1813, que había sostenido que la pena era una amenaza al individuo, Hegel había afirmado que la sanción del delito era un "derecho" del delincuente.
En la Filosofía del Derecho, no la publicada en 1821, sino en la edición póstuma de 1833, en una de las notas de clase que había copiado algunos de sus estudiantes, Hegel explica que fundamentar la pena en una amenaza es como "levantar el garrote frente a un perro", es permanecer en el estado de no libertad e indignidad en que se encuentra el individuo que delinque.
Vista la pena como derecho del que ha violado la ley penal, la administración de la prisión pasa a ser parte de la política social, la cual debe regirse por estándares mínimos de respeto a los derechos del individuo. De lo que se trata es de que la sociedad vea en cada interno del sistema penitenciario a uno de sus miembros, cuya estancia en la prisión se justifica en la medida en que le será útil para corregir su conducta y valorar los bienes sociales que su conducta una vez despreció.
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martes 30 de mayo de 2006
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