LAS MÁS interesantes y coherentes reacciones que se han producido hasta ahora sobre los Anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal son las que destacan la brecha que aun separa la normativa penal propuesta del pleno respeto a los derechos humanos, según estos han sido definidos por el Sistema Universal de Derechos Humanos y el Sistema Interamericano.
Con acierto se ha señalado que el Estado Panameño ha contraído compromisos con la comunidad internacional en cuanto a la introducción de nuevos tipos penales (es decir, conductas calificadas por la ley como delitos), la re-evaluación del régimen de sanciones, así como el establecimiento de los procedimientos y las figuras procesales que determinan o condicionan la exigibilidad de la responsabilidad penal.
Lógico es entonces que, al abrirse la oportunidad de aprobar un nuevo código penal, se suscite entre expertos y entendidos una discusión en torno a la manera como esos mandatos internacionales han quedado plasmados en los textos elaborados por la Comisión Codificadora. El debate no puede ser acerca de si se respetan o no los derechos humanos; no tiene sentido discutir si el Estado panameño debe cumplir o no con los acuerdos internacionales.
El Anteproyecto parte del principio de que el texto que se ofrece debe interpretarse al amparo de las normas y postulados de la Constitución y los convenios internacionales vigentes (artículo 5) y en su Exposición de Motivos la Comisión Codificadora propugna expresamente por un derecho penal respetuoso de los derechos humanos.
No obstante, existen diferentes interpretaciones en esta materia. El intercambio de ideas entre penalistas y defensores de derechos humanos es provechoso y ayudará a mejorar las bases y los instrumentos de la reforma penal; sin embargo, su contenido puede ser altamente técnico, lo que podría resultar un poco incomprensible para los públicos de los medios de comunicación social, motivados más por intereses sectoriales y preocupaciones ciudadanas, y que se espresan en un lenguaje llano, desprovisto del aparato teórico que saben esgrimir muy bien los juristas.
Aunque hay sus excepciones, los penalistas y los abogados formados en el campo de derechos humanos tienen mentalidades diversas y, en ocasiones, contrapuestas, y ambos quisieran que la ley nueva empleara exactamente los términos y frases con que ellos acostumbran a definir no solo los problemas, sino también las soluciones a los problemas. Y como estos dos grupos representan tradiciones distintas del derecho y del ejercicio profesional, sus lenguajes difieren, y plantean conflictos que a veces son de interpretación y otras de comunicación.
Sospecho, por mi parte, que por más que entre ambos bandos haya préstamos recíprocos de conceptos y concesiones hermenéuticas mutuas, tendientes a suavizar las diferencias y fijar una zona de entendimiento común, hay otra discusión que no es jurídica, sino política, y que, con las consabidas debilidades científicas y técnicas de la cultura institucional panameña, es la que aportará buena parte de las decisiones finales en esta materia.
Y es que la aprobación de los cuerpos legales antes mencionados tiene una serie de etapas y tendrá como sede, no solo los espacios de la esfera pública estatal (Consejo de Gabinete, Comisión Legislativa, Pleno de la Asamblea Legislativa), sino también los de la esfera pública no estatal, que va desde los foros y seminarios en que intervienen abogados, profesionales, funcionarios, profesores, estudiantes y diversos miembros del público, hasta lo que publican y transmiten diariamente la prensa, la radio y la televisión.
La discusión jurídica y la discusión política se entretejen en el día a día y no deben aislarse la una de la otra, si es que la primera quiere retener relevancia política y la segunda coherencia técnica. La reforma penal necesita que ambas gocen de buena salud y tengan muchos puntos de contacto.
Vistas desde este paradigma, las objeciones formuladas por gremios periodísticos y medios de comunicación al capítulo de los delitos contra el honor del Anteproyecto de Código Penal, plantean dos cuestiones distintas, cuando menos. Por un lado, tenemos la protección de la libertad de expresión, que es un derecho ciudadano, y por otro, la protección de los periodistas y los medios de comunicación contra las agresiones de los políticos corruptos.
Mientras que a la libertad de expresión le interesa que se proteja el trabajo que hacen los periodistas y los medios en beneficio de la democracia, no toda protección del gremio periodístico es respetuosa de la libertad de expresión. Por eso es muy importante que la discusión se centre en el respeto a los derechos humanos y no en el particularismo de intereses gremiales.
Entre los beneficios de este diálogo, que marcha, como siempre, con desmayos y sobresaltos, entre arcaísmos jurídicos y titulares hiperbólicos, podría encontrarse un fruto no pensado por el Pacto de Estado por la Justicia: el desarrollo de una conciencia social que tenga por fundamento el respeto a los derechos humanos.
Mucho puede contribuir el periodismo a cimentar este noble objetivo. Los códigos penales rara vez son la expresión del vanguardismo intelectual, pues, por lo general, están llamados a privilegiar las ideas dominantes(que no siempre son las más avanzadas) de una sociedad y lo hacen desde una mentalidad promedio.
Cuando los medios de comunicación contribuyen a elevar el nivel de educación del ciudadano común y a orientar la opinión pública sobre la base de conceptos sólidos, y reducen al mismo tiempo los espacios de las posiciones atrabiliarias (que siempre las habrá), la libertad de expresión goza de una mejor plataforma a la hora de decidir los derroteros del cambio institucional.
La reforma penal no solo necesita una apropiación adecuada de los derechos humanos. También requiere que el periodismo contribuya al esclarecimiento del contenido específico que los mandatos sobre derechos humanos le plantean a una sociedad. Y en ambos terrenos los derechos humanos son motivo de una lucha, nunca el resultado obvio de una operación mental.
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martes 27 de junio de 2006
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La verdad sobre el Anteproyecto
HE PRESTADO atención a las denuncias de periodistas y medios de comunicación que señalan que el Anteproyecto de Código Penal es un atentado contra la libertad de expresión y busca proteger a los corruptos. La acusación hecha por el actual presidente del Colegio de Periodistas, a través de la radio, la prensa y la televisión, se refiere al tratamiento de los delitos contra el honor (artículos 212 a 218 del anteproyecto, que contiene un total de 435 artículos) y destaca la re-introducción de la pena de prisión para los delitos de calumnia e injuria.
Se ha mencionado, además, la creación de un nuevo delito de "periodistas", es decir, una conducta criminal especialmente dirigida a perseguir a periodistas y se ha afirmado que dicha propuesta otorga "facultad a los magistrados para restringir la labor periodística", porque éstos podrán determinar cuándo una noticia no fue verificada.
La Procuradora General de la Nación ha unido su voz a los reclamos de los medios de comunicación y gremios periodísticos y ha puesto de manifiesto que la "prisionalización" es un retroceso, opinión que comparte con el Relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con sede en Washington. También la Secretaria Ejecutiva del Consejo Nacional de Transparencia ha afirmado que la Comisión Codificadora debió discutir el tema con los sectores interesados, pues los medios apoyan la lucha contra la corrupción y no se debe coartar su labor.
Como expliqué la semana pasada en este mismo espacio, los anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal no son documentos finales, son propuestas en borrador que tienen por objeto dar inicio a un debate racional, no solo con sectores portadores de intereses particulares, sino entre ciudadanos. Como miembro de la Comisión Codificadora, puedo dar fe de la humildad con que fueron elaborados estos documentos, pues todos los comisionados estamos de acuerdo en que todos y cada uno de los artículos propuestos pueden ser mejorados. Ello dependerá, en buena parte, de la calidad de las intervenciones de la sociedad civil y la apertura que muestren los diputados.
No creo que haya un solo miembro de la Comisión Codificadora que tenga el propósito, o el cometido, de defender a ultranza las fórmulas recogidas en dichos anteproyectos, pues en su conjunto no le pertenecen a una sola mente. En distinta medida y conforme a las posibilidades de cada uno, todos aportamos al resultado final, pero también hay que decir que con frecuencia no se logró la unanimidad de criterio y las decisiones se tomaron por mayoría.
Aclarado este punto y volviendo a las objeciones, un tanto apasionadas, de las que he dado cuenta arriba, personalmente no me cabe duda alguna de que el régimen de los delitos contra el honor puede y debe ser mejorado. El Presidente de la República haría muy bien en acoger las observaciones hechas por la Procuradora General de la Nación y el Relator para la Libertad de Expresión de la CIDH y plantear en el Consejo de Gabinete la supresión de las penas de prisión en los delitos contra el honor, para que al momento de presentar los anteproyectos en cuestión ante el Órgano Legislativo, se haya superado la principal causa de la inconformidad de parte de periodistas y medios.
Tampoco puedo dejar pasar la oportunidad para anotar lo que a mi juicio representa una interpretación equivocada del contenido de la propuesta y resaltar las mejoras que ella conlleva comparada con el régimen actual. Me explico:
No se hicieron cambios en los tipos penales básicos, es decir, las actuales descripciones de la calumnia (como imputación falsa de un delito) y la injuria (como ofensa a la dignidad, honra o decoro de una persona) se mantienen tal como están vigentes. En consecuencia, no es posible para una corporación de derecho público querellarse contra un ciudadano, periodista, o directivo de un medio de comunicación por ofensas a su honor.
El anteproyecto elimina modalidades que pueden resultar discutibles, como la ofensa a la memoria de la persona difunta (artículo 174 del Código Penal vigente), y sujeta, como veremos más abajo, a una cláusula garantista la publicación o reproducción de las ofensas al honor proferidas por otro (artículo 175).
El mal llamado "delito de periodistas" (el controvertido artículo 214 del Anteproyecto) se encuentra hoy en el artículo 173-A, el cual establece que cuando la calumnia y la injuria "se cometan a través de un medio de comunicación social", la pena de prisión tendrá un rango de 18 a 24 meses en el primer caso y de 12 a 18 en el segundo caso. Este delito no se lo inventó pues la Comisión Codificadora, ni la pena de prisión tampoco. Los aumentos propuestos son de 12 y 6 meses, respectivamente. Esto en un contexto en el que casi todas las penas fueron incrementadas entre un 30 y un 50 por ciento.
El Anteproyecto mejora sustancialmente la condición procesal del querellado por calumnia o injuria. La modificación introducida por el artículo 214 busca darle la máxima protección a los medios y sobre todo a los periodistas pues, a diferencia del régimen vigente, exige que la parte acusadora demuestre "que hubo intención de causar daño, pleno conocimiento de que se está difundiendo noticia falsa, u omisión en la investigación y verificación de la noticia, mínimamente exigible".
Esto es lo que los penalistas llaman "el ánimo de dañar", y en el mundo jurídico anglosajón se nombra como la doctrina de la "real malicia" (proveniente de los términos en inglés real malice), y que designa la exigencia de que se pruebe que el medio y el periodista tenían la intención real de causar un daño al querellante, es decir, que haya "pruebas" fehacientes de que el medio y el periodista se apartaron de su labor informativa, orientadora y crítica.
De acuerdo al Anteproyecto, en la querella por injuria o calumnia, el periodista y el medio de comunicación no tienen que probar nada y cualquier abogado medianamente instruido sabe que es extraordinariamente difícil probar la intención de dañar, la conciencia del periodista respecto de la falsedad de la noticia, o la omisión mal intencionada en la acción de investigar. Una causa en la que el querellante no pueda acreditar estos elementos sencillamente no podrá ser tramitada. No es cierto tampoco que los magistrados estén facultados para restringir la labor periodística.
Otra de las disposiciones consagradas en el Anteproyecto, y a la que nadie se ha referido, deja ver claramente el interés de los comisionados en preservar la libertad de expresión, especialmente la que es crítica de los funcionarios y el manejo de la cosa pública. El artículo 217 del Anteproyecto establece: "No constituyen delito contra el honor las discusiones, críticas y opiniones sobre los actos u omisiones oficiales de los servidores públicos, relativos al ejercicio de sus funciones, así como la crítica literaria, artística, histórica, científica o profesional".
Si se considera que esta fórmula no es del todo clara, o que es un poco limitada y se debe ampliar, entonces hay que proponer una redacción que sea más clara y más comprensiva de las libertades que se quieren proteger. Pero debe tenerse en cuenta que la norma antes mencionada es idéntica al artículo 178 actualmente vigente, disposición en la que sistemáticamente se ha apoyado la defensa de los periodistas que han sido querellados por calumnia o injuria, lo que sugiere que dicha disposición no es confusa en absoluto.
En conclusión, en lo que respecta a los delitos contra el honor, pocos son pues los cambios que acusa el Anteproyecto de Código Penal respecto del vigente y se introducen algunos conceptos que refuerzan la protección de la libertad de expresión. ¿Cómo puede explicarse entonces el llamado "endurecimiento" de las penas? En realidad, el Anteproyecto (artículo 79) establece reglas generales para convertir las penas de prisión de 3 años o menos en días-multa o trabajo comunitario y no hay posibilidad de ordenar la detención preventiva contra un periodista o directivo de un medio por querellas fundadas en las ofensas contra el honor, pues el Anteproyecto de Código Procesal Penal exige que el delito bajo investigación tenga una pena mínima de 5 años.
No quiero terminar sin antes lanzar un reto a los que de un modo equívoco utilizan la expresión "despenalizar". Su propuesta consiste, según he entendido, no en borrar del ordenamiento jurídico la tutela del honor, sino en enviarla a una jurisdicción civil o administrativa. Me pregunto: ¿es que los tribunales civiles y administrativos ofrecen una mejor protección que los tribunales penales? ¿No será más bien que son mucho más estrictos los criterios para lograr una condena en sede penal que en sede civil o administrativa? ¿No son los tribunales administrativos mucho más "políticos", por excelencia, que los penales?
En realidad, las reacciones contra el Anteproyecto del Código Penal no han mostrado un interés real en discernir cuál es la interpretación jurídica correcta de las normas propuestas. Más bien se fundamentan en una preocupación que utiliza el lenguaje del escándalo, porque se piensa que las normas sugeridas pueden prestarse a abusos de parte de los tribunales. Explícitamente, los editoriales han mencionado los desmanes interpretativos a que nos ha acostumbrado la Corte Suprema.
En ese caso, hay que concluir que no hay redacción que valga, pues si el punto de partida es que se hará una interpretación abusiva del texto legal, entonces es mejor archivar la propuesta y la reforma penal completa. Por mi parte, pienso que no se puede legislar como si tuviésemos un régimen autoritario igual al de la década de los setenta y ochenta, pero reconozco que hay fundados motivos para desconfiar de ciertas autoridades y es ese el mayor obstáculo de la reforma que el país necesita y lo que contamina todo intento genuino de cambio institucional.
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martes 20 de junio de 2006
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Se ha mencionado, además, la creación de un nuevo delito de "periodistas", es decir, una conducta criminal especialmente dirigida a perseguir a periodistas y se ha afirmado que dicha propuesta otorga "facultad a los magistrados para restringir la labor periodística", porque éstos podrán determinar cuándo una noticia no fue verificada.
La Procuradora General de la Nación ha unido su voz a los reclamos de los medios de comunicación y gremios periodísticos y ha puesto de manifiesto que la "prisionalización" es un retroceso, opinión que comparte con el Relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con sede en Washington. También la Secretaria Ejecutiva del Consejo Nacional de Transparencia ha afirmado que la Comisión Codificadora debió discutir el tema con los sectores interesados, pues los medios apoyan la lucha contra la corrupción y no se debe coartar su labor.
Como expliqué la semana pasada en este mismo espacio, los anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal no son documentos finales, son propuestas en borrador que tienen por objeto dar inicio a un debate racional, no solo con sectores portadores de intereses particulares, sino entre ciudadanos. Como miembro de la Comisión Codificadora, puedo dar fe de la humildad con que fueron elaborados estos documentos, pues todos los comisionados estamos de acuerdo en que todos y cada uno de los artículos propuestos pueden ser mejorados. Ello dependerá, en buena parte, de la calidad de las intervenciones de la sociedad civil y la apertura que muestren los diputados.
No creo que haya un solo miembro de la Comisión Codificadora que tenga el propósito, o el cometido, de defender a ultranza las fórmulas recogidas en dichos anteproyectos, pues en su conjunto no le pertenecen a una sola mente. En distinta medida y conforme a las posibilidades de cada uno, todos aportamos al resultado final, pero también hay que decir que con frecuencia no se logró la unanimidad de criterio y las decisiones se tomaron por mayoría.
Aclarado este punto y volviendo a las objeciones, un tanto apasionadas, de las que he dado cuenta arriba, personalmente no me cabe duda alguna de que el régimen de los delitos contra el honor puede y debe ser mejorado. El Presidente de la República haría muy bien en acoger las observaciones hechas por la Procuradora General de la Nación y el Relator para la Libertad de Expresión de la CIDH y plantear en el Consejo de Gabinete la supresión de las penas de prisión en los delitos contra el honor, para que al momento de presentar los anteproyectos en cuestión ante el Órgano Legislativo, se haya superado la principal causa de la inconformidad de parte de periodistas y medios.
Tampoco puedo dejar pasar la oportunidad para anotar lo que a mi juicio representa una interpretación equivocada del contenido de la propuesta y resaltar las mejoras que ella conlleva comparada con el régimen actual. Me explico:
No se hicieron cambios en los tipos penales básicos, es decir, las actuales descripciones de la calumnia (como imputación falsa de un delito) y la injuria (como ofensa a la dignidad, honra o decoro de una persona) se mantienen tal como están vigentes. En consecuencia, no es posible para una corporación de derecho público querellarse contra un ciudadano, periodista, o directivo de un medio de comunicación por ofensas a su honor.
El anteproyecto elimina modalidades que pueden resultar discutibles, como la ofensa a la memoria de la persona difunta (artículo 174 del Código Penal vigente), y sujeta, como veremos más abajo, a una cláusula garantista la publicación o reproducción de las ofensas al honor proferidas por otro (artículo 175).
El mal llamado "delito de periodistas" (el controvertido artículo 214 del Anteproyecto) se encuentra hoy en el artículo 173-A, el cual establece que cuando la calumnia y la injuria "se cometan a través de un medio de comunicación social", la pena de prisión tendrá un rango de 18 a 24 meses en el primer caso y de 12 a 18 en el segundo caso. Este delito no se lo inventó pues la Comisión Codificadora, ni la pena de prisión tampoco. Los aumentos propuestos son de 12 y 6 meses, respectivamente. Esto en un contexto en el que casi todas las penas fueron incrementadas entre un 30 y un 50 por ciento.
El Anteproyecto mejora sustancialmente la condición procesal del querellado por calumnia o injuria. La modificación introducida por el artículo 214 busca darle la máxima protección a los medios y sobre todo a los periodistas pues, a diferencia del régimen vigente, exige que la parte acusadora demuestre "que hubo intención de causar daño, pleno conocimiento de que se está difundiendo noticia falsa, u omisión en la investigación y verificación de la noticia, mínimamente exigible".
Esto es lo que los penalistas llaman "el ánimo de dañar", y en el mundo jurídico anglosajón se nombra como la doctrina de la "real malicia" (proveniente de los términos en inglés real malice), y que designa la exigencia de que se pruebe que el medio y el periodista tenían la intención real de causar un daño al querellante, es decir, que haya "pruebas" fehacientes de que el medio y el periodista se apartaron de su labor informativa, orientadora y crítica.
De acuerdo al Anteproyecto, en la querella por injuria o calumnia, el periodista y el medio de comunicación no tienen que probar nada y cualquier abogado medianamente instruido sabe que es extraordinariamente difícil probar la intención de dañar, la conciencia del periodista respecto de la falsedad de la noticia, o la omisión mal intencionada en la acción de investigar. Una causa en la que el querellante no pueda acreditar estos elementos sencillamente no podrá ser tramitada. No es cierto tampoco que los magistrados estén facultados para restringir la labor periodística.
Otra de las disposiciones consagradas en el Anteproyecto, y a la que nadie se ha referido, deja ver claramente el interés de los comisionados en preservar la libertad de expresión, especialmente la que es crítica de los funcionarios y el manejo de la cosa pública. El artículo 217 del Anteproyecto establece: "No constituyen delito contra el honor las discusiones, críticas y opiniones sobre los actos u omisiones oficiales de los servidores públicos, relativos al ejercicio de sus funciones, así como la crítica literaria, artística, histórica, científica o profesional".
Si se considera que esta fórmula no es del todo clara, o que es un poco limitada y se debe ampliar, entonces hay que proponer una redacción que sea más clara y más comprensiva de las libertades que se quieren proteger. Pero debe tenerse en cuenta que la norma antes mencionada es idéntica al artículo 178 actualmente vigente, disposición en la que sistemáticamente se ha apoyado la defensa de los periodistas que han sido querellados por calumnia o injuria, lo que sugiere que dicha disposición no es confusa en absoluto.
En conclusión, en lo que respecta a los delitos contra el honor, pocos son pues los cambios que acusa el Anteproyecto de Código Penal respecto del vigente y se introducen algunos conceptos que refuerzan la protección de la libertad de expresión. ¿Cómo puede explicarse entonces el llamado "endurecimiento" de las penas? En realidad, el Anteproyecto (artículo 79) establece reglas generales para convertir las penas de prisión de 3 años o menos en días-multa o trabajo comunitario y no hay posibilidad de ordenar la detención preventiva contra un periodista o directivo de un medio por querellas fundadas en las ofensas contra el honor, pues el Anteproyecto de Código Procesal Penal exige que el delito bajo investigación tenga una pena mínima de 5 años.
No quiero terminar sin antes lanzar un reto a los que de un modo equívoco utilizan la expresión "despenalizar". Su propuesta consiste, según he entendido, no en borrar del ordenamiento jurídico la tutela del honor, sino en enviarla a una jurisdicción civil o administrativa. Me pregunto: ¿es que los tribunales civiles y administrativos ofrecen una mejor protección que los tribunales penales? ¿No será más bien que son mucho más estrictos los criterios para lograr una condena en sede penal que en sede civil o administrativa? ¿No son los tribunales administrativos mucho más "políticos", por excelencia, que los penales?
En realidad, las reacciones contra el Anteproyecto del Código Penal no han mostrado un interés real en discernir cuál es la interpretación jurídica correcta de las normas propuestas. Más bien se fundamentan en una preocupación que utiliza el lenguaje del escándalo, porque se piensa que las normas sugeridas pueden prestarse a abusos de parte de los tribunales. Explícitamente, los editoriales han mencionado los desmanes interpretativos a que nos ha acostumbrado la Corte Suprema.
En ese caso, hay que concluir que no hay redacción que valga, pues si el punto de partida es que se hará una interpretación abusiva del texto legal, entonces es mejor archivar la propuesta y la reforma penal completa. Por mi parte, pienso que no se puede legislar como si tuviésemos un régimen autoritario igual al de la década de los setenta y ochenta, pero reconozco que hay fundados motivos para desconfiar de ciertas autoridades y es ese el mayor obstáculo de la reforma que el país necesita y lo que contamina todo intento genuino de cambio institucional.
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martes 20 de junio de 2006
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Supuestos de la reforma penal
CON LA entrega de los anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal al Órgano Ejecutivo la semana pasada, la Comisión Codificadora Nacional concluye una etapa preparatoria de la reforma penal que se planteó en el 2005 como uno de los objetivos del Pacto de Estado por la Justicia.
Así, los documentos presentados en el acto oficial del jueves 8 de junio pasado no deben verse como propuestas finales, ni perfectas. Es un trabajo completo solo en el sentido de que abarcan todos los temas que había que desarrollar y no hay silencios ni vacíos producto de la falta del esfuerzo o la deficiencia en el cumplimiento del deber asignado.
Si bien es cierto que recogen el fruto de varios meses de trabajo y de debate entre un número amplio de personas que trabajaron ad-honorem, no por ello las propuestas elaboradas por los comisionados dejan de ser borradores cuya principal misión es facilitar la discusión de la reforma penal.
El Consejo de Gabinete tiene la prerrogativa constitucional de hacer los cambios que estime convenientes antes de presentar dichos anteproyectos ante el Órgano Legislativo, pero, más allá de los detalles que podrían ajustarse, lo que hay que tener claro es que el proceso mediante el cual se consulta y se conversa al respecto con los distintos sectores de la sociedad organizada debe tener lugar en sede legislativa.
Será la Comisión de Gobierno y Justicia de la Asamblea Nacional la que hará la convocatoria nacional y abrirá oficialmente las puertas del debate público. Es de extraordinaria importancia que los diputados, y no solo los que son miembros de la comisión legislativa, presten oído a las exigencias de la sociedad, no para que las obedezcan ciegamente, sino para que durante los debates legislativos respondan adecuadamente a las cuestiones que suscitan polémica.
En esta, como en otras reformas que se desarrollan paralelamente, de las autoridades de gobierno se espera una orientación clara, una coherencia discursiva, y acciones consecuentes, pues es harto difícil que en la sociedad reine la unanimidad de pespectivas. Las percepciones sociales y populares son diversas y muchas veces se contradicen unas con otras, pues los interes particulares también aquí suelen entrar en conflicto.
Aclarado el carácter propositivo de los documentos presentados, toca ahora tanto a la sociedad como al gobierno asumir las responsabilidades que la siguiente etapa implica. No tiene razón de ser la actitud de alarma que nace del desacuerdo con los contenidos específicos de los anteproyectos mencionados.
Hay que proceder a la crítica que busca reemplazar lo bueno por lo mejor a través de una argumentación racional y a esclarecer el núcleo material de la reforma que se quiere llevar a cabo. En este sentido, las propuestas de la Comisión Codificadora Nacional constituyen un supuesto del proceso de reforma penal, que requiere del acompañamiento de otros supuestos.
Todos los actores que intervienen en este proceso deben reconocer sus intereses particulares y comprometerse a que prevalezcan los intereses generales sobre los particulares. Si no se anteponen los derechos de los ciudadanos a los derechos de grupo, por muy válidos que estos pudieran ser, no se estarían cumpliendo con los objetivos de cambio que se han anunciado.
Es de crucial importancia impedir que el proceso de reforma quede secuestrado por intereses subalternos, particularmente los que surgen de la burocracia judicial, cuyas pretensiones de inamovilidad en el cargo, mejores salarios, ascensos, y otros beneficios tienen un sentido perverso si no van acompañados de un régimen de carrera judicial que privilegie la evaluación del desempeño y una selección científica de los recursos humanos realmente dotados de las competencias técnicas que demanda el sistema acusatorio que se quiere implementar.
También hay que darle contenido presupuestario al proceso de reforma. Si, como ha sucedido en el pasado reciente, no se le asignan las partidas presupuestales a la puesta en práctica de la reforma, la sociedad no verá resultados positivos y el proyecto de la reforma judicial se hundirá en un mar de confusiones, lamentos y equivocaciones.
Aunque el marco normativo que rige el Presupuesto General del Estado no contempla la planificación plurianual ni intersectorial, ambos elementos son indispensables para organizar adecuadamente los cambios que deberán tener lugar en los próximos dos o tres años. Ojalá que la Comisión de Estado por la Justicia le dé prioridad a la planificación intersectorial de la reforma, pues el Ministerio de Gobierno y Justicia, el Órgano Judicial, el Ministerio Público, y los municipios tendrán que coordinar el ritmo de su ejecución presupuestaria, aunque normalmente lo hagan separadamente.
Un buen ejemplo de lo que no se debe hacer lo constituye la accidentada implementación de la Ley 40 de 1999 sobre responsabilidad penal de menores. La implementación de esta jurisdicción lleva seis años de retraso en el interior del país, lo que ha obligado a juzgados que no estaban capacitados, ni dotados de los recursos materiales apropiados, a aplicar un instrumento legal de alta sensibilidad social en ausencia del entorno institucional que la ley suponía. Como siempre, ha sido muy fácil para algunos echarle la culpa a la ley y no llamar la atención sobre la falta de voluntad política.
Una última observación sobre los supuestos del proceso de reforma es la claridad que la sociedad debe tener acerca de sus objetivos. El que espera que estos instrumentos "erradiquen" la delincuencia y la violencia de nuestra sociedad, comete un grave error. Estos anteproyectos solo pueden ser una herramienta para administrar el equilibrio entre dos sistemas distintos, el de seguridad ciudadana y el de garantías y derechos, pero nunca es la solución a los problemas sociales.
Nadie lo ha dicho mejor que Egidio Crotti, un funcionario de Naciones Unidas: "El equilibrio entre seguridad y garantías exige entender que no se pueden resolver los problemas sociales con la política criminal, pero también que los problemas derivados de los delitos no se resolverán automáticamente a través de políticas sociales".
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martes 13 de junio de 2006
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Así, los documentos presentados en el acto oficial del jueves 8 de junio pasado no deben verse como propuestas finales, ni perfectas. Es un trabajo completo solo en el sentido de que abarcan todos los temas que había que desarrollar y no hay silencios ni vacíos producto de la falta del esfuerzo o la deficiencia en el cumplimiento del deber asignado.
Si bien es cierto que recogen el fruto de varios meses de trabajo y de debate entre un número amplio de personas que trabajaron ad-honorem, no por ello las propuestas elaboradas por los comisionados dejan de ser borradores cuya principal misión es facilitar la discusión de la reforma penal.
El Consejo de Gabinete tiene la prerrogativa constitucional de hacer los cambios que estime convenientes antes de presentar dichos anteproyectos ante el Órgano Legislativo, pero, más allá de los detalles que podrían ajustarse, lo que hay que tener claro es que el proceso mediante el cual se consulta y se conversa al respecto con los distintos sectores de la sociedad organizada debe tener lugar en sede legislativa.
Será la Comisión de Gobierno y Justicia de la Asamblea Nacional la que hará la convocatoria nacional y abrirá oficialmente las puertas del debate público. Es de extraordinaria importancia que los diputados, y no solo los que son miembros de la comisión legislativa, presten oído a las exigencias de la sociedad, no para que las obedezcan ciegamente, sino para que durante los debates legislativos respondan adecuadamente a las cuestiones que suscitan polémica.
En esta, como en otras reformas que se desarrollan paralelamente, de las autoridades de gobierno se espera una orientación clara, una coherencia discursiva, y acciones consecuentes, pues es harto difícil que en la sociedad reine la unanimidad de pespectivas. Las percepciones sociales y populares son diversas y muchas veces se contradicen unas con otras, pues los interes particulares también aquí suelen entrar en conflicto.
Aclarado el carácter propositivo de los documentos presentados, toca ahora tanto a la sociedad como al gobierno asumir las responsabilidades que la siguiente etapa implica. No tiene razón de ser la actitud de alarma que nace del desacuerdo con los contenidos específicos de los anteproyectos mencionados.
Hay que proceder a la crítica que busca reemplazar lo bueno por lo mejor a través de una argumentación racional y a esclarecer el núcleo material de la reforma que se quiere llevar a cabo. En este sentido, las propuestas de la Comisión Codificadora Nacional constituyen un supuesto del proceso de reforma penal, que requiere del acompañamiento de otros supuestos.
Todos los actores que intervienen en este proceso deben reconocer sus intereses particulares y comprometerse a que prevalezcan los intereses generales sobre los particulares. Si no se anteponen los derechos de los ciudadanos a los derechos de grupo, por muy válidos que estos pudieran ser, no se estarían cumpliendo con los objetivos de cambio que se han anunciado.
Es de crucial importancia impedir que el proceso de reforma quede secuestrado por intereses subalternos, particularmente los que surgen de la burocracia judicial, cuyas pretensiones de inamovilidad en el cargo, mejores salarios, ascensos, y otros beneficios tienen un sentido perverso si no van acompañados de un régimen de carrera judicial que privilegie la evaluación del desempeño y una selección científica de los recursos humanos realmente dotados de las competencias técnicas que demanda el sistema acusatorio que se quiere implementar.
También hay que darle contenido presupuestario al proceso de reforma. Si, como ha sucedido en el pasado reciente, no se le asignan las partidas presupuestales a la puesta en práctica de la reforma, la sociedad no verá resultados positivos y el proyecto de la reforma judicial se hundirá en un mar de confusiones, lamentos y equivocaciones.
Aunque el marco normativo que rige el Presupuesto General del Estado no contempla la planificación plurianual ni intersectorial, ambos elementos son indispensables para organizar adecuadamente los cambios que deberán tener lugar en los próximos dos o tres años. Ojalá que la Comisión de Estado por la Justicia le dé prioridad a la planificación intersectorial de la reforma, pues el Ministerio de Gobierno y Justicia, el Órgano Judicial, el Ministerio Público, y los municipios tendrán que coordinar el ritmo de su ejecución presupuestaria, aunque normalmente lo hagan separadamente.
Un buen ejemplo de lo que no se debe hacer lo constituye la accidentada implementación de la Ley 40 de 1999 sobre responsabilidad penal de menores. La implementación de esta jurisdicción lleva seis años de retraso en el interior del país, lo que ha obligado a juzgados que no estaban capacitados, ni dotados de los recursos materiales apropiados, a aplicar un instrumento legal de alta sensibilidad social en ausencia del entorno institucional que la ley suponía. Como siempre, ha sido muy fácil para algunos echarle la culpa a la ley y no llamar la atención sobre la falta de voluntad política.
Una última observación sobre los supuestos del proceso de reforma es la claridad que la sociedad debe tener acerca de sus objetivos. El que espera que estos instrumentos "erradiquen" la delincuencia y la violencia de nuestra sociedad, comete un grave error. Estos anteproyectos solo pueden ser una herramienta para administrar el equilibrio entre dos sistemas distintos, el de seguridad ciudadana y el de garantías y derechos, pero nunca es la solución a los problemas sociales.
Nadie lo ha dicho mejor que Egidio Crotti, un funcionario de Naciones Unidas: "El equilibrio entre seguridad y garantías exige entender que no se pueden resolver los problemas sociales con la política criminal, pero también que los problemas derivados de los delitos no se resolverán automáticamente a través de políticas sociales".
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martes 13 de junio de 2006
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La balanza y la espada
EN LA mitología griega, Themis, la primera representación de la justicia, es hija del dios Uranos (el cielo) y la diosa Gea (la tierra). Pero su virtud principal es la de servir de oráculo y comunicar a los mortales las profecías que solo los dioses saben y entienden. Ella introduce a los seres humanos en la obediencia a las leyes del universo y representa el derecho divino que también rige los asuntos de la sociedad.
Cuando la sociedad agraria primitiva perdió terreno con la expansión de las relaciones comerciales y los tribunales adquirieron una mayor importancia en la Grecia antigua, otra diosa toma el lugar de Themis. Fue una de sus hijas, las llamadas Horas -o estaciones-. La nueva representación de la justicia se llama Diké, que tiene por hermanas a Eunomia, o la buena legislación, y a Eirene, la paz. Dike gobierna el espíritu de los tribunales, que los antiguos griegos llamaron "dikastirio".
Desde entonces la justicia suele ser representada como una mujer, diosa o humana, nunca como hombre y rara vez como un artefacto. No puede representarla el hombre porque la tradición ha identificado a lo masculino con el poder y la justicia no es un poder que tiene una virtud, sino una virtud que tiene un poder.
Por lo general, viste un atuendo humilde, sencillo y hasta escaso, y solo a veces lleva pertrechos de guerra, como un casco o chaqueta ceñida al tronco. Lo crucial aquí es que la justicia tiene una apariencia muy similar a la del pueblo, y si el pueblo es guerrero, lucirá entonces como soldado, mas nunca como general con su penacho.
La balanza de dos platillos en la mano izquierda se muestra como el elemento dominante en un complejo simbólico que casi siempre incorpora la presencia discreta de una espada en la mano derecha. Usualmente, la figura destaca con su gesto el desigual peso que registra el aparato, mientras que el hierro afilado apunta hacia abajo en una señal de pasividad o reposo.
Lo que la justicia pondera son los argumentos, las razones, las evidencias y muestra públicamente cómo se comparan los esgrimidos por una parte y por la otra. Ella siempre da su veredicto de una manera clara e inequívoca. El arma blanca solo se explica como la capacidad de imponer coactivamente sus decisiones, pero, en principio, no es lo que caracteriza la función de la justicia, pues espera que quienes acuden a ella obedezcan por sí solos su pronunciamiento.
Son muy pocas las representaciones en las que la justicia aparece empuñando una espada que apunta hacia arriba, pero cuando esto ocurre la centralidad de la balanza deja involuntariamente su sitio al momento del enfrentamiento. Y es que el oficio de la justicia no es atacar ninguna cosa o persona. Una figura en posición de ataque difícilmente puede ser identificada como la justicia.
Aunque las deidades del mundo antiguo tienen la plenitud de su campo visual, una interpretación moderna ha vendado los ojos de la diosa, pues ahora la idea no es juzgar a las personas, sino sus argumentos o razonamientos, los que tendrán más o menos peso independientemente de quien los haya proferido. Es un hecho observable en la variedad gráfica de la justicia que la venda sobre los ojos tiende a desaparecer cuando la actitud contemplativa de la efigie cede el paso a la pose beligerante. Queda la implicación de que ver al acusado o a la víctima podría perturbar la determinación del valor de sus razones.
La reforma de la justicia hoy es la reforma de los asuntos humanos, y no meramente de los tribunales. Busca apoyarse en el desarrollo de habilidades y capacidades de los funcionarios judiciales, pero necesita ser comprendida y compartida por los abogados, los políticos, los medios de comunicación, etcétera, y por la mayor cantidad de grupos de interés que pululan en la vida pública.
La sociedad necesita volver a creer en que la balanza de la justicia es exacta y que su dictamen es el fiel reflejo de lo que la ley manda. Aunque la justicia moderna se ha apartado racionalmente del discurso de la trascendencia y se ha situado correctamente en el ámbito del Estado de derecho, no por ello la justicia puede desentenderse de atributos intangibles que tienen que ver con la integridad, la credibilidad, y la honestidad de los individuos-jueces y sus hábitos y prácticas, públicos y privados. Muy adentro la sociedad no aceptará como buenos los juicios de un juez de vida privada perversa, porque la integridad no es una categoría exclusiva del espacio público.
La reforma de la justicia en Panamá tiene que tener especial cuidado en volver a colocar la venda sobre los ojos del juzgador, pues uno de las principales cuestionamientos que le lanza la sociedad tiene que ver con la selectividad de sus decisiones. La persistencia de la percepción de que las personas con poder e influencia obtienen fallos favorables que violentan los principios y las normas que consagran la Constitución y las leyes es gravemente dañina del clima institucional que requiere el desarrollo del país.
De la misma forma, la espada de la justicia debe estar siempre reluciente y bien afilada, pero debe blandirse con igualdad de criterio. La justicia no puede ser el control de los pobres solamente, pues todas las clases sociales cometen delitos aunque sus modalidades sean distintas.
Si los esfuerzos de la reforma de la justicia no aportan positivamente a estas cuestiones, todos habremos perdido el tiempo, se habrá despilfarrado los recursos del Estado, y se habrían burlado los más caros intereses de la nación. La hora de la justicia ha tocado la puerta. La pregunta es si le daremos la bienvenida y permitiremos que gobierne sobre los asuntos humanos.
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martes 6 de junio de 2006
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Cuando la sociedad agraria primitiva perdió terreno con la expansión de las relaciones comerciales y los tribunales adquirieron una mayor importancia en la Grecia antigua, otra diosa toma el lugar de Themis. Fue una de sus hijas, las llamadas Horas -o estaciones-. La nueva representación de la justicia se llama Diké, que tiene por hermanas a Eunomia, o la buena legislación, y a Eirene, la paz. Dike gobierna el espíritu de los tribunales, que los antiguos griegos llamaron "dikastirio".
Desde entonces la justicia suele ser representada como una mujer, diosa o humana, nunca como hombre y rara vez como un artefacto. No puede representarla el hombre porque la tradición ha identificado a lo masculino con el poder y la justicia no es un poder que tiene una virtud, sino una virtud que tiene un poder.
Por lo general, viste un atuendo humilde, sencillo y hasta escaso, y solo a veces lleva pertrechos de guerra, como un casco o chaqueta ceñida al tronco. Lo crucial aquí es que la justicia tiene una apariencia muy similar a la del pueblo, y si el pueblo es guerrero, lucirá entonces como soldado, mas nunca como general con su penacho.
La balanza de dos platillos en la mano izquierda se muestra como el elemento dominante en un complejo simbólico que casi siempre incorpora la presencia discreta de una espada en la mano derecha. Usualmente, la figura destaca con su gesto el desigual peso que registra el aparato, mientras que el hierro afilado apunta hacia abajo en una señal de pasividad o reposo.
Lo que la justicia pondera son los argumentos, las razones, las evidencias y muestra públicamente cómo se comparan los esgrimidos por una parte y por la otra. Ella siempre da su veredicto de una manera clara e inequívoca. El arma blanca solo se explica como la capacidad de imponer coactivamente sus decisiones, pero, en principio, no es lo que caracteriza la función de la justicia, pues espera que quienes acuden a ella obedezcan por sí solos su pronunciamiento.
Son muy pocas las representaciones en las que la justicia aparece empuñando una espada que apunta hacia arriba, pero cuando esto ocurre la centralidad de la balanza deja involuntariamente su sitio al momento del enfrentamiento. Y es que el oficio de la justicia no es atacar ninguna cosa o persona. Una figura en posición de ataque difícilmente puede ser identificada como la justicia.
Aunque las deidades del mundo antiguo tienen la plenitud de su campo visual, una interpretación moderna ha vendado los ojos de la diosa, pues ahora la idea no es juzgar a las personas, sino sus argumentos o razonamientos, los que tendrán más o menos peso independientemente de quien los haya proferido. Es un hecho observable en la variedad gráfica de la justicia que la venda sobre los ojos tiende a desaparecer cuando la actitud contemplativa de la efigie cede el paso a la pose beligerante. Queda la implicación de que ver al acusado o a la víctima podría perturbar la determinación del valor de sus razones.
La reforma de la justicia hoy es la reforma de los asuntos humanos, y no meramente de los tribunales. Busca apoyarse en el desarrollo de habilidades y capacidades de los funcionarios judiciales, pero necesita ser comprendida y compartida por los abogados, los políticos, los medios de comunicación, etcétera, y por la mayor cantidad de grupos de interés que pululan en la vida pública.
La sociedad necesita volver a creer en que la balanza de la justicia es exacta y que su dictamen es el fiel reflejo de lo que la ley manda. Aunque la justicia moderna se ha apartado racionalmente del discurso de la trascendencia y se ha situado correctamente en el ámbito del Estado de derecho, no por ello la justicia puede desentenderse de atributos intangibles que tienen que ver con la integridad, la credibilidad, y la honestidad de los individuos-jueces y sus hábitos y prácticas, públicos y privados. Muy adentro la sociedad no aceptará como buenos los juicios de un juez de vida privada perversa, porque la integridad no es una categoría exclusiva del espacio público.
La reforma de la justicia en Panamá tiene que tener especial cuidado en volver a colocar la venda sobre los ojos del juzgador, pues uno de las principales cuestionamientos que le lanza la sociedad tiene que ver con la selectividad de sus decisiones. La persistencia de la percepción de que las personas con poder e influencia obtienen fallos favorables que violentan los principios y las normas que consagran la Constitución y las leyes es gravemente dañina del clima institucional que requiere el desarrollo del país.
De la misma forma, la espada de la justicia debe estar siempre reluciente y bien afilada, pero debe blandirse con igualdad de criterio. La justicia no puede ser el control de los pobres solamente, pues todas las clases sociales cometen delitos aunque sus modalidades sean distintas.
Si los esfuerzos de la reforma de la justicia no aportan positivamente a estas cuestiones, todos habremos perdido el tiempo, se habrá despilfarrado los recursos del Estado, y se habrían burlado los más caros intereses de la nación. La hora de la justicia ha tocado la puerta. La pregunta es si le daremos la bienvenida y permitiremos que gobierne sobre los asuntos humanos.
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La prisión como política social
LA SOCIEDAD moderna no suele reconocer los males que la agobian como los hijos de sangre de sus más caros principios. No estamos dispuestos a descubrir lo malo como un resultado no querido de lo que consideramos bueno. Es siempre más fácil pensar que los problemas vienen de otra parte, que la culpa es de otros, y que los que hacen mal no son como nosotros mismos, "los buenos". En ninguna otra parte esta forma de razonamiento popular ha surtido tan perversos efectos como en el sistema penitenciario.
Una de las razones que podría explicar el lamentable estado de las prisiones, en Panamá y alrededor del mundo, es el limbo en que cayó la administración de las penas con el advenimiento del Estado de bienestar, que en América Latina tuvo y tiene una expresión en las políticas asistencialistas dirigidas a grupos vulnerables. Cuando el Estado se siente propietario de la población, o, lo que es lo mismo, cuando la vida de sus habitantes constituye su principal patrimonio, es lógico que el Estado se comporte como "el protector" de la gente. Y es que históricamente la ideología tutelarista se nutrió de los mismos elementos que la del Estado autoritario.
Así, es fácil entender que se destinen algunos fondos -que nunca serán suficientes- para subsidiar la sobrevivencia de aquellos que no pueden hacerlo por sus propios recursos, como los niños abandonados, las familias pobres, los enfermos, la población anciana, los cuales sufren de una "condición social" que es ajena a su voluntad.
El éxito de estos programas jamás se ha medido contra resultados, pues si ello se hiciere, habría que llegar a la conclusión de que hay que cerrarlos por inefectivos. Éxito han tenido en la perpetuación de la burocracia que vive de ellos, pero como estos programas representan una utilidad muy marginal para los políticos y los tomadores de decisiones, las políticas asistencialistas sufren de discontinuidad y favoritismo, y son frecuentemente incumplidas al momento de organizar "racionalmente" el gasto público.
El asistencialismo ha quedado atrás con el advenimiento de los derechos sociales como componente esencial del respeto a los derechos humanos. Ya no se trata del derecho del Estado a proteger, sino del derecho que justamente le corresponde a cada persona. Así la nueva legislación social busca poner un límite a la discrecionalidad de las autoridades, e implementar procedimientos que den efectividad a los derechos reconocidos. Pero esto es aun un proceso en transición, no un territorio ganado sobre el cual se puede cantar victoria.
Así, el gasto que genera el sistema penitenciario no es considerado generalmente dentro de la política social del Estado. Pues se piensa que los que están en prisión han decidido voluntariamente atentar contra la vida, la integridad física, y los bienes de los ciudadanos, o contra el orden público, las instituciones y las autoridades del Estado. Para ellos no hay política social. Allí no hay nada que proteger, sino castigar. Sigue prevaleciendo pues la mentalidad retributiva de la pena.
Y es que uno de los fundamentos más generalizados del sistema penal es la necesidad de inferir un castigo al agresor, un castigo que sea equivalente al monto del daño ocasionado a la víctima y a la sociedad. Esto se sigue sosteniendo hoy por agentes públicos y particulares. No he visto aquí distingo de clases sociales. En El Chorrillo o en Paitilla, hay gente que parece ser partidaria de que los que están en la cárcel están pagando por lo que hicieron. En ese contexto es lógico que el sistema penitenciario quede abandonado a su suerte y que no se priorice la corrección de sus múltiples desviaciones.
La legislación que reglamentaba el sistema penitenciario antes de que se aprobara la Ley 55 del 2003, que aun no entra en vigencia en forma plena, era la Ley 87 de 1941, es decir, una normativa anterior a la Declaración Universal de Derechos Humanos. No es de extrañar entonces que, como cuerpo normativo, haya sido indiferente a las violaciones más básicas de los derechos humanos y que como consecuencia en esos ámbitos se hayan generado las más despreciables formas de sometimiento y abyección que se dan en nuestra sociedad.
La atención que le dio la Defensoría del Pueblo, como vanguardia moral de la nación, la relevancia social que generaron las informaciones publicadas en los medios, el eco que encontró en el activismo de organizaciones no gubernamentales, sirvieron como resortes para la aprobación de una legislación moderna que aun aguarda su plena implementación. Pero falta un elemento muy importante para erradicar la violencia, el abuso, la corrupción y el delito del sistema carcelario. Nos falta una cultura de "derechos".
Tenemos que recuperar a una teoría olvidada del siglo XIX sobre el fundamento de la pena. Contra Feuerbach (padre del otro más conocido por los marxistas), autor del Código Penal de Bavaria de 1813, que había sostenido que la pena era una amenaza al individuo, Hegel había afirmado que la sanción del delito era un "derecho" del delincuente.
En la Filosofía del Derecho, no la publicada en 1821, sino en la edición póstuma de 1833, en una de las notas de clase que había copiado algunos de sus estudiantes, Hegel explica que fundamentar la pena en una amenaza es como "levantar el garrote frente a un perro", es permanecer en el estado de no libertad e indignidad en que se encuentra el individuo que delinque.
Vista la pena como derecho del que ha violado la ley penal, la administración de la prisión pasa a ser parte de la política social, la cual debe regirse por estándares mínimos de respeto a los derechos del individuo. De lo que se trata es de que la sociedad vea en cada interno del sistema penitenciario a uno de sus miembros, cuya estancia en la prisión se justifica en la medida en que le será útil para corregir su conducta y valorar los bienes sociales que su conducta una vez despreció.
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martes 30 de mayo de 2006
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Una de las razones que podría explicar el lamentable estado de las prisiones, en Panamá y alrededor del mundo, es el limbo en que cayó la administración de las penas con el advenimiento del Estado de bienestar, que en América Latina tuvo y tiene una expresión en las políticas asistencialistas dirigidas a grupos vulnerables. Cuando el Estado se siente propietario de la población, o, lo que es lo mismo, cuando la vida de sus habitantes constituye su principal patrimonio, es lógico que el Estado se comporte como "el protector" de la gente. Y es que históricamente la ideología tutelarista se nutrió de los mismos elementos que la del Estado autoritario.
Así, es fácil entender que se destinen algunos fondos -que nunca serán suficientes- para subsidiar la sobrevivencia de aquellos que no pueden hacerlo por sus propios recursos, como los niños abandonados, las familias pobres, los enfermos, la población anciana, los cuales sufren de una "condición social" que es ajena a su voluntad.
El éxito de estos programas jamás se ha medido contra resultados, pues si ello se hiciere, habría que llegar a la conclusión de que hay que cerrarlos por inefectivos. Éxito han tenido en la perpetuación de la burocracia que vive de ellos, pero como estos programas representan una utilidad muy marginal para los políticos y los tomadores de decisiones, las políticas asistencialistas sufren de discontinuidad y favoritismo, y son frecuentemente incumplidas al momento de organizar "racionalmente" el gasto público.
El asistencialismo ha quedado atrás con el advenimiento de los derechos sociales como componente esencial del respeto a los derechos humanos. Ya no se trata del derecho del Estado a proteger, sino del derecho que justamente le corresponde a cada persona. Así la nueva legislación social busca poner un límite a la discrecionalidad de las autoridades, e implementar procedimientos que den efectividad a los derechos reconocidos. Pero esto es aun un proceso en transición, no un territorio ganado sobre el cual se puede cantar victoria.
Así, el gasto que genera el sistema penitenciario no es considerado generalmente dentro de la política social del Estado. Pues se piensa que los que están en prisión han decidido voluntariamente atentar contra la vida, la integridad física, y los bienes de los ciudadanos, o contra el orden público, las instituciones y las autoridades del Estado. Para ellos no hay política social. Allí no hay nada que proteger, sino castigar. Sigue prevaleciendo pues la mentalidad retributiva de la pena.
Y es que uno de los fundamentos más generalizados del sistema penal es la necesidad de inferir un castigo al agresor, un castigo que sea equivalente al monto del daño ocasionado a la víctima y a la sociedad. Esto se sigue sosteniendo hoy por agentes públicos y particulares. No he visto aquí distingo de clases sociales. En El Chorrillo o en Paitilla, hay gente que parece ser partidaria de que los que están en la cárcel están pagando por lo que hicieron. En ese contexto es lógico que el sistema penitenciario quede abandonado a su suerte y que no se priorice la corrección de sus múltiples desviaciones.
La legislación que reglamentaba el sistema penitenciario antes de que se aprobara la Ley 55 del 2003, que aun no entra en vigencia en forma plena, era la Ley 87 de 1941, es decir, una normativa anterior a la Declaración Universal de Derechos Humanos. No es de extrañar entonces que, como cuerpo normativo, haya sido indiferente a las violaciones más básicas de los derechos humanos y que como consecuencia en esos ámbitos se hayan generado las más despreciables formas de sometimiento y abyección que se dan en nuestra sociedad.
La atención que le dio la Defensoría del Pueblo, como vanguardia moral de la nación, la relevancia social que generaron las informaciones publicadas en los medios, el eco que encontró en el activismo de organizaciones no gubernamentales, sirvieron como resortes para la aprobación de una legislación moderna que aun aguarda su plena implementación. Pero falta un elemento muy importante para erradicar la violencia, el abuso, la corrupción y el delito del sistema carcelario. Nos falta una cultura de "derechos".
Tenemos que recuperar a una teoría olvidada del siglo XIX sobre el fundamento de la pena. Contra Feuerbach (padre del otro más conocido por los marxistas), autor del Código Penal de Bavaria de 1813, que había sostenido que la pena era una amenaza al individuo, Hegel había afirmado que la sanción del delito era un "derecho" del delincuente.
En la Filosofía del Derecho, no la publicada en 1821, sino en la edición póstuma de 1833, en una de las notas de clase que había copiado algunos de sus estudiantes, Hegel explica que fundamentar la pena en una amenaza es como "levantar el garrote frente a un perro", es permanecer en el estado de no libertad e indignidad en que se encuentra el individuo que delinque.
Vista la pena como derecho del que ha violado la ley penal, la administración de la prisión pasa a ser parte de la política social, la cual debe regirse por estándares mínimos de respeto a los derechos del individuo. De lo que se trata es de que la sociedad vea en cada interno del sistema penitenciario a uno de sus miembros, cuya estancia en la prisión se justifica en la medida en que le será útil para corregir su conducta y valorar los bienes sociales que su conducta una vez despreció.
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martes 30 de mayo de 2006
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Entre la Constitución y el Código Penal
ES de suma importancia que el nuevo Código Penal que apruebe la Asamblea Nacional este año, o quizás el próximo, como uno de los proyectos cruciales del Pacto de Estado por la Justicia, sea la expresión del más sentir democrático de la sociedad, y un instrumento de política criminal armonizado con el conjunto de normas e instituciones que integran el Estado panameño.
Para que se alcance este objetivo es necesario que se haga una discusión ordenada de los temas que los distintos actores políticos y sociales estiman de mayor relevancia e impacto en su vida cotidiana. Uno de esos temas es el relativo a los delitos contra el honor (que en el actual Código Penal son básicamente dos, la calumnia y la injuria), que es particularmente sensitivo para los que ejercen el periodismo y dirigen medios de comunicación, pues, en principio, lo que estas personas definen, no sin cierta pasión, como su trabajo diario podría llevarlos a verse entre rejas. El problema consiste entonces en que el trabajo de los periodistas, que es socialmente útil y reconocido como tal, pueda ser al mismo tiempo catalogado como un delito, que es siempre una conducta socialmente reprochable.
Como los medios de comunicación son un factor importante en la dinámica de las sociedades democráticas, en las que el poder hay que ejercerlo todos los días, y los fenómenos de la legitimidad, la aceptación y el consenso son, justa o injustamente, impactados por los reporteros, editores, fotógrafos, camarógrafos, columnistas, caricaturistas y comentaristas que a diario envían mensajes de comunicación masiva a la sociedad, es lógico que el tratamiento que la nueva legislación le dé a los delitos contra el honor sea uno de los aspectos más discutidos de la reforma que se encuentra aún en una etapa preliminar de su elaboración.
Pero esa cercanía que tienen los medios de comunicación con el tema pudiera ser también la causa de una presentación no muy bien equilibrada, y en ocasiones desorientadora, de las distintas aristas del problema que se quiere resolver, pues los delitos contra el honor pueden ser cometidos por cualquier persona, no sólo por periodistas, y protegen el honor de todas las personas, y no sólo el de los delincuentes y rufianes de diversa índole. No es, pues, ni primaria ni principalmente, un problema que se les plantea solo a los periodistas y directores de medios.
Por eso, siempre es recomendable evitar que la discusión del Código Penal caiga directamente en el magma de los intereses (no siempre legítimos) de los distintos actores sociales y buscar el fundamento de las normas penales en el marco normativo que preven la Constitución y los instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos.
La existencia de un título de delitos contra el honor en el Código Penal es una de las respuestas posibles a la norma constitucional que señala que las autoridades de la República están instituidas para proteger a las personas en "su vida, honra y bienes", pero no la única.
El anteproyecto de Código Penal elaborado en 1995 eliminó el título de los delitos contra el honor del todo, pues los codificadores de ese año estimaron que estos conflictos debían ventilarse por la vía administrativa y las reparaciones demandarse por vía civil, lo que conlleva la utilización de otros procedimientos distintos a los del proceso penal y la intervención de otras autoridades fuera de la jurisdicción penal, pero nunca la total desprotección del honor.
Otras propuestas de Código Penal que se han publicado en los diez años transcurridos desde entonces han vuelto a introducir el título de los delitos contra el honor en el catálogo de las violaciones a la ley penal. Es decir, hay una clara preferencia por la protección penal en relación con la protección administrativa y civil en las distintas propuestas que se han hecho durante la última década.
Esta sería pues la primera decisión de una larga serie de decisiones que hay que tomar en esta materia. El hecho de que la calumnia y la injuria sigan formando parte del Código Penal no determinan la suerte qué correrán los periodistas y directores de medios, pues dentro de ese esquema, que podríamos llamar el dominante, hay que resaltar un conjunto de provisiones específicas que determinarán la resolución del conflicto y que también son la expresión, en el ámbito penal, de principios y valores constitucionales.
Es aquí donde entra la libertad de expresión, cuyos linderos son afectados por las normas penales. Es decir, el Código Penal debe verse también como un instrumento de política constitucional, mediante el cual se puede agrandar o achicar el rango de acción lícita de los ciudadanos. Este rango de acciones posibles se achica en la medida en que conductas que los ciudadanos consideran útiles son objeto de la persecución de las autoridades penales.
¿Deben ser consideradas como delito contra el honor las meras manifestaciones verbales, o solo las escritas? ¿Debe exigirse prueba de la intención de causar daño a sabiendas de que la información es falsa cuando se le imputa falsamente la comisión de un delito a otra persona? ¿Deben existir provisiones especiales para proteger la libertad de prensa, de modo que el mensajero no cargue con la responsabilidad del mensaje? ¿Debe estatuirse un mayor rango de acción crítica sobre las autoridades? ¿Debe esto incluir a las "personas públicas"? ¿Hasta donde puede ampliarse la noción de "persona pública" para justificar lo que de otro modo serían violaciones a su intimidad?
De las respuestas que la nueva legislación penal dé a estas interrogantes dependerá el ejercicio de las libertades y la protección de los derechos. Es la tensión que toda democracia está llamada a definir.
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martes 7 de marzo de 2006
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Para que se alcance este objetivo es necesario que se haga una discusión ordenada de los temas que los distintos actores políticos y sociales estiman de mayor relevancia e impacto en su vida cotidiana. Uno de esos temas es el relativo a los delitos contra el honor (que en el actual Código Penal son básicamente dos, la calumnia y la injuria), que es particularmente sensitivo para los que ejercen el periodismo y dirigen medios de comunicación, pues, en principio, lo que estas personas definen, no sin cierta pasión, como su trabajo diario podría llevarlos a verse entre rejas. El problema consiste entonces en que el trabajo de los periodistas, que es socialmente útil y reconocido como tal, pueda ser al mismo tiempo catalogado como un delito, que es siempre una conducta socialmente reprochable.
Como los medios de comunicación son un factor importante en la dinámica de las sociedades democráticas, en las que el poder hay que ejercerlo todos los días, y los fenómenos de la legitimidad, la aceptación y el consenso son, justa o injustamente, impactados por los reporteros, editores, fotógrafos, camarógrafos, columnistas, caricaturistas y comentaristas que a diario envían mensajes de comunicación masiva a la sociedad, es lógico que el tratamiento que la nueva legislación le dé a los delitos contra el honor sea uno de los aspectos más discutidos de la reforma que se encuentra aún en una etapa preliminar de su elaboración.
Pero esa cercanía que tienen los medios de comunicación con el tema pudiera ser también la causa de una presentación no muy bien equilibrada, y en ocasiones desorientadora, de las distintas aristas del problema que se quiere resolver, pues los delitos contra el honor pueden ser cometidos por cualquier persona, no sólo por periodistas, y protegen el honor de todas las personas, y no sólo el de los delincuentes y rufianes de diversa índole. No es, pues, ni primaria ni principalmente, un problema que se les plantea solo a los periodistas y directores de medios.
Por eso, siempre es recomendable evitar que la discusión del Código Penal caiga directamente en el magma de los intereses (no siempre legítimos) de los distintos actores sociales y buscar el fundamento de las normas penales en el marco normativo que preven la Constitución y los instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos.
La existencia de un título de delitos contra el honor en el Código Penal es una de las respuestas posibles a la norma constitucional que señala que las autoridades de la República están instituidas para proteger a las personas en "su vida, honra y bienes", pero no la única.
El anteproyecto de Código Penal elaborado en 1995 eliminó el título de los delitos contra el honor del todo, pues los codificadores de ese año estimaron que estos conflictos debían ventilarse por la vía administrativa y las reparaciones demandarse por vía civil, lo que conlleva la utilización de otros procedimientos distintos a los del proceso penal y la intervención de otras autoridades fuera de la jurisdicción penal, pero nunca la total desprotección del honor.
Otras propuestas de Código Penal que se han publicado en los diez años transcurridos desde entonces han vuelto a introducir el título de los delitos contra el honor en el catálogo de las violaciones a la ley penal. Es decir, hay una clara preferencia por la protección penal en relación con la protección administrativa y civil en las distintas propuestas que se han hecho durante la última década.
Esta sería pues la primera decisión de una larga serie de decisiones que hay que tomar en esta materia. El hecho de que la calumnia y la injuria sigan formando parte del Código Penal no determinan la suerte qué correrán los periodistas y directores de medios, pues dentro de ese esquema, que podríamos llamar el dominante, hay que resaltar un conjunto de provisiones específicas que determinarán la resolución del conflicto y que también son la expresión, en el ámbito penal, de principios y valores constitucionales.
Es aquí donde entra la libertad de expresión, cuyos linderos son afectados por las normas penales. Es decir, el Código Penal debe verse también como un instrumento de política constitucional, mediante el cual se puede agrandar o achicar el rango de acción lícita de los ciudadanos. Este rango de acciones posibles se achica en la medida en que conductas que los ciudadanos consideran útiles son objeto de la persecución de las autoridades penales.
El campo de la libertad se agranda en la medida en que el Estado se plantea resolver los conflictos por medios distintos al Código penal.
¿Deben ser consideradas como delito contra el honor las meras manifestaciones verbales, o solo las escritas? ¿Debe exigirse prueba de la intención de causar daño a sabiendas de que la información es falsa cuando se le imputa falsamente la comisión de un delito a otra persona? ¿Deben existir provisiones especiales para proteger la libertad de prensa, de modo que el mensajero no cargue con la responsabilidad del mensaje? ¿Debe estatuirse un mayor rango de acción crítica sobre las autoridades? ¿Debe esto incluir a las "personas públicas"? ¿Hasta donde puede ampliarse la noción de "persona pública" para justificar lo que de otro modo serían violaciones a su intimidad?
De las respuestas que la nueva legislación penal dé a estas interrogantes dependerá el ejercicio de las libertades y la protección de los derechos. Es la tensión que toda democracia está llamada a definir.
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martes 7 de marzo de 2006
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Una discusión a destiempo
FORMULAR un proyecto de ley entraña una delicada responsabilidad y solo debe hacerse luego de completada una etapa de investigación y consulta. Generalmente, una labor como esta la desempeña un grupo amplio de personas, apoyadas en recursos institucionales y durante un espacio de tiempo que debe ajustarse a las circunstancias y a la naturaleza del trabajo preparatorio. Un anteproyecto de ley formulado con criterios técnicos adecuados, fundamentado en conceptos claros, organizado en una estructura lógica y sistemática, con un lenguaje sencillo y apropiado, libre de errores e inconsistencias, es un buen comienzo para un debate público -y el que se suscitará en la Asamblea Nacional- mas nunca su reemplazo.
A lo largo de los años he participado en debates legislativos en distintas comisiones legislativas y he sido honrado con la cortesía de sala del Pleno para apoyar y los debates y esclarecer conceptos. No me ha tocado presenciar hasta ahora una sola situación en la que los diputados hayan aprobado un proyecto ley sin hacerle antes algún tipo de cambios. Digo esto porque se escucha con frecuencia una queja contra las comisiones mixtas (gobierno y sociedad civil), en el sentido de que que los consensos extra-legislativos buscan después evitar los debates entre los diputados y convertir al Órgano Legislativo en un gran sello de goma. No digo que la situación no se haya dado; sólo apunto que regularmente los diputados discuten los proyectos y los cambian a su parecer, el cual esta condicionado por expresiones y presiones del público o de sectores sociales organizados, entre otras cosas.
No debe pensarse entonces que la formulación extra-legislativa de propuestas de ley, o de modificación de las leyes, constituyen algún tipo de atentado contra las funciones que la Constitución le asigna al hemiciclo legislativo. Lo que no es lícito pedir a los diputados es que impartan su aprobación oficial sin siquiera discutir las propuestas consensuadas antes o fuera de los debates parlamentarios.
Hagos estos comentarios abstractos con miras a una situación muy concreta: los anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal, cuya redacción adelanta una comisión nombrada a tal efecto por el Órgano Ejecutivo, como desarrollo del Pacto de Estado por la Justicia. Como soy uno de los comisionados (ad-honorem), me ha tocado observar una no pequeña serie de informaciones inexactas, imprecisas y desorientadoras que han sido vertidas en los medios, en relación con los proyectos antes mencionados, producto quizás de una prisa injustificada. o de una falta de atención a los detalles.
En los últimos días el goteo noticioso sobre este tema amenaza con crear unas condiciones verdaderamente negativas, que podrían dar al traste con el proyecto de lograr una reforma ordenada en el campo penal. He advertido que un informe técnico presentado a la Comisión Codificadora la semana pasada circula libremente por los principales medios de comunicación, luego de que una entidad no oficial, ni autorizada, lo repartiese como confeti en fiesta de niños, sin la debida aclaración y con un propósito no muy claro.
Así, se ha deslizado una ambigüedad y hay quien tiene la creencia de que ya hay un anteproyecto elaborado por la Comisión Codificadora creada por el Ejecutivo. El mismo día en que un medio destacó la eliminación de la prueba sumaria para proceder a investigar a los diputados, otro aplaudió la mal llamada despenalización de la calumnia y la injuria. Con este ritmo sincopado, mañana podrían discutirse simultáneamente el abigeato, el cohecho y el estupro, con la misma técnica del comentario fácil y aislado. No es difícil darse cuenta de los riesgos que conlleva un debate sin método. Al final, nadie sabrá ni aproximadamente cuál es el estado de la discusión, y reinará el desconcierto y la sensación de malestar.
El cometido de la Comisión Codificadora no es, ni puede ser, discutir públicamente los conceptos vertidos por el comité técnico en su informe. Además de estéril e inapropiada, esta discusión, a la que los codificadores se verían forzados por el camino que vamos, envía un falso mensaje de conflicto. El informe del comité técnico, así como sus anexos, constituye un documento valioso porque ha sido el resultado de la labor conjunta de juristas competentes y conocedores de la teoría y práctica del derecho penal panameño, pero no es más que un documento interno de trabajo de la Comisión Codificadora, pues esta ha incorporado al material en discusión todas las propuestas hechas en los últimos ocho o diez años. También se consulta con frecuencia la experiencia obtenida en otros países del área que se encuentran un poco más adelantados en este proceso de reforma.
Es recomendable que una sociedad pluralista conozca varias propuestas al momento de modificar su ordenamiento penal y procesal penal. Sería deseable que las facultades de Derecho, los institutos, las asociaciones profesionales se involucraran en la producción de propuestas. Sería interesante que los medios reportaran sobre cómo piensa el ciudadano común sobre ciertos temas. Pero no tiene razón de ser promover la discusión pública de un documento preparatorio. El orden que exige el actual proceso requiere que haya unos anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal claramente identificados como tales, como productos del Pacto por la Justicia, pues son dichos documentos los que servirán de base para que la Asamblea Nacional inicie los debates correspondientes, y esos documentos aún no existen, pues están en etapa de elaboración por las personas responsables.
En la planificación de sus actividades, la Comisión Codificadora ha previsto reunirse durante las próximas semanas con profesionales y autoridades para escuchar diversas opiniones y lograr la mayor riqueza posible en la propuesta que se le entregará al Ejecutivo. Pero como todo proyecto, estas propuestas requieren su tiempo de maduración, y ello ocurrirá, según lo previsto en el Decreto Ejecutivo que creó la comisión codificadora, en el lapso de tres meses. Entonces se habrá cerrado un etapa y se abrirá otra. Esperemos que prevalezca mientras tanto la sensatez y el deseo de llevar adelante un proceso ordenado.
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martes 21 de febrero de 2006
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A lo largo de los años he participado en debates legislativos en distintas comisiones legislativas y he sido honrado con la cortesía de sala del Pleno para apoyar y los debates y esclarecer conceptos. No me ha tocado presenciar hasta ahora una sola situación en la que los diputados hayan aprobado un proyecto ley sin hacerle antes algún tipo de cambios. Digo esto porque se escucha con frecuencia una queja contra las comisiones mixtas (gobierno y sociedad civil), en el sentido de que que los consensos extra-legislativos buscan después evitar los debates entre los diputados y convertir al Órgano Legislativo en un gran sello de goma. No digo que la situación no se haya dado; sólo apunto que regularmente los diputados discuten los proyectos y los cambian a su parecer, el cual esta condicionado por expresiones y presiones del público o de sectores sociales organizados, entre otras cosas.
No debe pensarse entonces que la formulación extra-legislativa de propuestas de ley, o de modificación de las leyes, constituyen algún tipo de atentado contra las funciones que la Constitución le asigna al hemiciclo legislativo. Lo que no es lícito pedir a los diputados es que impartan su aprobación oficial sin siquiera discutir las propuestas consensuadas antes o fuera de los debates parlamentarios.
Hagos estos comentarios abstractos con miras a una situación muy concreta: los anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal, cuya redacción adelanta una comisión nombrada a tal efecto por el Órgano Ejecutivo, como desarrollo del Pacto de Estado por la Justicia. Como soy uno de los comisionados (ad-honorem), me ha tocado observar una no pequeña serie de informaciones inexactas, imprecisas y desorientadoras que han sido vertidas en los medios, en relación con los proyectos antes mencionados, producto quizás de una prisa injustificada. o de una falta de atención a los detalles.
En los últimos días el goteo noticioso sobre este tema amenaza con crear unas condiciones verdaderamente negativas, que podrían dar al traste con el proyecto de lograr una reforma ordenada en el campo penal. He advertido que un informe técnico presentado a la Comisión Codificadora la semana pasada circula libremente por los principales medios de comunicación, luego de que una entidad no oficial, ni autorizada, lo repartiese como confeti en fiesta de niños, sin la debida aclaración y con un propósito no muy claro.
Así, se ha deslizado una ambigüedad y hay quien tiene la creencia de que ya hay un anteproyecto elaborado por la Comisión Codificadora creada por el Ejecutivo. El mismo día en que un medio destacó la eliminación de la prueba sumaria para proceder a investigar a los diputados, otro aplaudió la mal llamada despenalización de la calumnia y la injuria. Con este ritmo sincopado, mañana podrían discutirse simultáneamente el abigeato, el cohecho y el estupro, con la misma técnica del comentario fácil y aislado. No es difícil darse cuenta de los riesgos que conlleva un debate sin método. Al final, nadie sabrá ni aproximadamente cuál es el estado de la discusión, y reinará el desconcierto y la sensación de malestar.
El cometido de la Comisión Codificadora no es, ni puede ser, discutir públicamente los conceptos vertidos por el comité técnico en su informe. Además de estéril e inapropiada, esta discusión, a la que los codificadores se verían forzados por el camino que vamos, envía un falso mensaje de conflicto. El informe del comité técnico, así como sus anexos, constituye un documento valioso porque ha sido el resultado de la labor conjunta de juristas competentes y conocedores de la teoría y práctica del derecho penal panameño, pero no es más que un documento interno de trabajo de la Comisión Codificadora, pues esta ha incorporado al material en discusión todas las propuestas hechas en los últimos ocho o diez años. También se consulta con frecuencia la experiencia obtenida en otros países del área que se encuentran un poco más adelantados en este proceso de reforma.
Es recomendable que una sociedad pluralista conozca varias propuestas al momento de modificar su ordenamiento penal y procesal penal. Sería deseable que las facultades de Derecho, los institutos, las asociaciones profesionales se involucraran en la producción de propuestas. Sería interesante que los medios reportaran sobre cómo piensa el ciudadano común sobre ciertos temas. Pero no tiene razón de ser promover la discusión pública de un documento preparatorio. El orden que exige el actual proceso requiere que haya unos anteproyectos de Código Penal y Procesal Penal claramente identificados como tales, como productos del Pacto por la Justicia, pues son dichos documentos los que servirán de base para que la Asamblea Nacional inicie los debates correspondientes, y esos documentos aún no existen, pues están en etapa de elaboración por las personas responsables.
En la planificación de sus actividades, la Comisión Codificadora ha previsto reunirse durante las próximas semanas con profesionales y autoridades para escuchar diversas opiniones y lograr la mayor riqueza posible en la propuesta que se le entregará al Ejecutivo. Pero como todo proyecto, estas propuestas requieren su tiempo de maduración, y ello ocurrirá, según lo previsto en el Decreto Ejecutivo que creó la comisión codificadora, en el lapso de tres meses. Entonces se habrá cerrado un etapa y se abrirá otra. Esperemos que prevalezca mientras tanto la sensatez y el deseo de llevar adelante un proceso ordenado.
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martes 21 de febrero de 2006
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